
Soledad¿Y si la soledad no fuera ausencia, sino descubrimiento?Soledad
¿Y si la soledad no fuera ausencia, sino descubrimiento?
Un día miré a mi alrededor y entendí algo que durante mucho tiempo no quise aceptar: estaba sola.
Sin agendas llenas, sin compromisos interminables, sin la carrera constante por agradar a todos.
Y, para mi sorpresa, tampoco lo necesitaba.
Durante años me desbordé por los demás. Entregué tiempo, energía y amor a personas centradas solo en su propia historia. Ahí comprendí que la recompensa no siempre llega de quienes reciben. La vida —el universo, Dios, como quieras llamarlo— devuelve, pero nunca de la forma que uno espera.
En ese silencio externo pude escuchar lo verdaderamente importante: mi núcleo familiar. Ese que, sin darme cuenta, había dejado de lado por estar ocupada “haciendo cosas increíbles” que para muchos ni siquiera tenían valor.
Entonces el ego pasó a segundo plano.
Dejó de importarme la opinión ajena, ser estrella o estrellada. Porque al final, todo depende del significado que yo le doy a lo que vivo.
Después de años reflexionando sobre el egoísmo humano, los paradigmas heredados y las programaciones que se repiten generación tras generación, entendí algo liberador: todo es modificable. Nadie debe ser juzgado por pensar distinto. Cada persona defiende la verdad que ha construido desde su historia, su crianza y sus heridas.
Ahí comprendí que la verdadera conexión humana nace de conocer, escuchar y observar. De ponerse en los zapatos del otro. De aceptar que somos diferentes simplemente porque existimos.
Con el tiempo entendí que la soledad no era un castigo, sino una elección.
Una etapa de madurez en la que decides qué quieres vivir y con quién caminar.
Una oportunidad para trascender creencias heredadas y avanzar, si así lo eliges.
Hoy sé que la soledad no era estar sin gente.
Era estar conmigo. En paz. En silencio. Escuchando mi propia voz decirme hacia dónde quiero ir.
Y eso también es felicidad.
