Confrontar me llenaba de miedo.
Temor a mirar a los ojos, a decir lo que se siente, a expresar lo que el corazón quiere comunicar. Nadie me enseñó que lo más sano era decir las cosas como son, sin adornos, sin miedo a las susceptibilidades ni a lo que puedan pensar los demás. Nadie me explicó que hablar con la verdad, en el momento correcto, es un acto de amor propio y de respeto hacia el otro.
Aprenderlo no fue fácil. La vida y el trabajo me obligaron a hacerlo. A ser directa, honesta y transparente. A veces, incluso, crucé la línea y dije más de lo necesario. Porque confrontar también es un aprendizaje que requiere equilibrio, conciencia y sensibilidad.
Con el tiempo entendí que confrontar el mismo día, sin dejar que el tiempo distorsione las emociones, hace todo más sencillo. Hablar directo, mirar a los ojos y expresar lo que incomoda libera. El desasosiego que antes me acompañaba durante días dejó de existir. Empecé a llegar a la cama tranquila, con la sensación de haber cerrado ciclos, saldado pendientes y permitido que todo fluyera mejor.
Quedaron atrás el nerviosismo, las hipótesis innecesarias, los supuestos, los paradigmas heredados y tantas ideas que solo complicaban lo simple. Confrontar dejó de ser una amenaza para convertirse en una herramienta para vivir con mayor paz.
Hoy entiendo que evitar las conversaciones difíciles no nos protege; nos desgasta. En cambio, decir la verdad a tiempo, con respeto y claridad, nos devuelve la calma y fortalece nuestras relaciones.
Confrontar no es atacar.
Confrontar es ser coherente con lo que se siente, se piensa y se vive.
